Para cerrar con broche de oro el proceso de la restauración divina en la vida de cada creyente, el profeta Isaías expresa de una manera hermosa una visión reveladora sobre la relación de Dios con su iglesia: “En gran manera me gozaré en el Señor, mi alma se alegrará en mi Dios; porque me vistió con vestiduras de salvación, me rodeó de manto de justicia, como a novio me atavió, y como a novia adornada con sus joyas”. Isaías 61:10. Este verso expresa la pureza del matrimonio en toda su magnitud, estableciendo una similitud con la relación de los novios que se atavían y adornan para el encuentro que sellará su unión para siempre.
A lo largo de las Sagradas escrituras las vestiduras representan el ornato del corazón. Indudablemente que la comunión con Dios embellece nuestro ser interior a través de la obra intensa y minuciosa que hace el Espíritu Santo en ese camino hacia la verdad. Por una parte el Espíritu Santo nos muestra nuestra propia verdad, nos confronta con nosotros mismos, revelando lo que hemos atesorado en nuestro corazón. Por otra parte, nos muestra la Verdad de Dios, el C amino a seguir para ser transformados a la medida de la plenitud de Cristo. En Zacarías 3:3-4. encontramos esta descripción de la restauración que Dios hizo en Josué: “ Y Josué estaba vestido de vestiduras viles, y estaba delante del ángel. Y habló el ángel y mandó a los que estaban delante de él, diciendo: Quitadle esas vestiduras viles. Y a él le dijo: Mira que he quitado de ti tu pecado, y te he hecho vestir de ropas de gala”. El encuentro con nuestro Señor nos despoja de las vestiduras viles y cada paso hacia el conocimiento de Su Amor, se manifiesta en la expresión de las virtudes en nuestro carácter; lo que el apóstol Pablo llamó el fruto del Espíritu Santo, las ropas de gala del carácter transformado por Dios.
San Juan de la Cruz, un místico carmelita y poeta, nacido en 1542 en Fontiveros, España, conocido principalmente por su obra Cántico espiritual y La noche oscura del alma, representa al alma del ser humano como la novia en busca del amor de la vida. Describe la relación con Dios como un proceso de restauración y embellecimiento del alma. En el viaje espiritual a lo largo de la vida, mediante la comunión con el Amado, el alma es limpia, restaurada, preparada y adornada como una novia para el día de su boda. Para San Juan de la Cruz el embellecimiento del alma humana es un acto de amor de parte de Dios, quien mediante su inmensa gracia nos transforma y mediante su sangre nos lava y purifica.
Alejados de Dios nuestra alma vive una inmensa y oscura soledad. En La noche oscura del alma expresa: “En una noche oscura, con ansias, en amores inflamada… ¡Oh dichosa Ventura! Salí sin ser notada, estando ya mi casa sosegada”. Y en Cántico espiritual describe el encuentro con Dios como la manera única en la que Su presencia tiene la capacidad de llenarlo de belleza y vida: “Mil gracias derramando pasó por estos sotos con premura, yéndolos mirando, con sola su figura vestidos los dejó de hermosura”. “Ya solo en el amor es mi ejercicio; siendo ya mi alma dejada toda de sí, recogida en el Amado, ya sólo en el amor es mi ejercicio”. Estas citas reflejan la transformación y descanso del alma abatida que viene a morar en el amor de Dios. Después del largo camino de la soledad y la búsqueda para llenar el alma hueca, la comunión con el Creador de nuestras almas, le da propósito a nuestra existencia.
Isaías nos señala el gran gozo que siente el alma que ha sido ataviada como novia. El gozo representa en las Sagradas escrituras una alegría que trasciende la exaltación efímera del alma al experimentar diversas emociones, cuya temporalidad pareciera igualarse a la misma de las circunstancias favorables que ocasionan esos estados de algarabía. La concepción bíblica del gozo trasciende las emociones, para emanciparse del alma como un estado de paz y de regocijo que nos hace fuertes e inconmovibles espiritualmente: “No os entristezcáis, porque el gozo del Señor es vuestra fortaleza”. Nehemías 8:10. El gozo es una piedra angular en la edificación de la casa espiritual que cada uno construye a través de la comunión con nuestro Hacedor. Como lo ilustra el salmista: “Me mostrarás la senda de la vida; en tu presencia hay plenitud de gozo; delicias a tu diestra para siempre”. Salmo 16:11. Más adelante, en el Nuevo testamento, Jesús le dijo a sus discípulos, luego de haberles explicado la manera en la que sería entregado y cómo ellos, y nosotros, seríamos guiados por el Espíritu Santo: “Estas cosas os he hablado, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea completo”. Juan 15:11. El gozo es, sin lugar a dudas, una expresión genuina del alma que ha tenido un encuentro con Dios y se ha rendido a Su voluntad.
La imagen de ser rodeados de justicia nos revela a nuestro Redentor, el Salvador de nuestras almas, a Jesucristo, el Rey y Señor. Su sacrificio en la cruz es la máxima expresión de redención para el ser humano; redención que nos rodea con manto de justicia, nos abraza salvados del mayor dolor que el alma puede experimentar, el dolor de la herida del pecado, la cual nos separa de la comunión con Dios. La sangre de Jesús derramada en el Calvario es el precio pagado, es la justicia inmerecida. En su segunda epístola a la iglesia en Corinto, Pablo les explica que Dios entregó a aquel que no conoció el pecado, y lo hizo justicia para nosotros: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en Él”. La cruz de Jesús ha sido el mayor acto de redención en la historia de la humanidad; la dádiva de de justicia inmerecida más abundante: “Ciertamente llevó Él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. Más Él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados. Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; más el Señor cargó en Él el pecado de todos nosotros”. Isaías 53:4-6.
Al recibir las vestiduras de salvación, estamos siendo restaurados y purificados, nuestra vergüenza es cubierta por el manto de justicia. Es un acto del amor eterno de Dios, de su gracia, que no solo nos perdona sino que nos honra, nos viste con vestiduras blancas, resplandecientes y nos adorna con las joyas de su luz. El encuentro con Dios nos devuelve nuestra dignidad como seres humanos, la cual perdemos en la oscuridad de la practica del pecado. Al ser cubiertos por el manto de justicia de Dios adquirimos una nueva identidad, la identidad de hijos de Dios, justificados y purificados ante sus ojos mediante el sacrificio de Jesucristo. Las vestiduras de la novia no son simples símbolos externos; representan la acción divina de hacernos aptos para vivir en su presencia, no solo en la eternidad, sino para vivir su reino aquí en la Tierra. “Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la Tierra como en el Cielo”.
Isaías, expresando la obra restauradora del Mesías prometido para Israel y aceptado por la cristiandad como nuestro Redentor, nos revela que Dios nos espera en su altar, como el novio pleno, lleno de amor y de gozo, espera a su novia vestida de blanco y adornada con sus joyas para Él. Y de la misma manera que el matrimonio es un pacto de una relación sagrada entre la esposa y el esposo, también la relación que nos redime implica una relación de entrega y compromiso para con Dios; una relación que nos impele a llevar una vida de honra y amor a Dios por el gozo inefable de haber sido aceptos en el Amado.
“El que venciere será vestido de vestiduras blancas; y no borraré su nombre del libro de la vida, y confesaré su nombre delante de mi Padre, y delante de sus ángeles”. Apocalipsis 3:5.
Rosalía Moros de Borregales.
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